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De banderas

12 febrero, 2010
17-01-1976. Manuel Vergara Jiménez. Ordizia. Guipuzcoa.

17-01-1976. Manuel Vergara Jiménez. Ordizia. Guipuzcoa.

Usar una bandera para ocultar una bomba es toda una declaración de intenciones donde el término trampa debe aplicarse tanto a la bomba como a la bandera.

Decir que me disgustan las banderas es lo mismo que afirmar que me disgusta Dios. Las banderas, Dios, el Estado, el fútbol y otros conceptos son cosillas que la humanidad se ha ido inventando, muletas contra el desamparo que están ahí y ahí continuarán por mucho tiempo. De las banderas, lo que me disgusta es el uso que a veces se hace de ellas. Tengo algunas razones que sustentan ese disgusto. Son vivencias personales, así que comprendo si algunos de ustedes no le encuentran sentido, o se lo confunden.

En 1976, poco antes de la legalización de la ikurriña, los grises trataban de disolver una manifestación que discurría a lo largo de la calle de Bilbao donde yo vivía de crío. No tuvieron mucho éxito, porque la gente volvió a agruparse. Entonces, los manifestantes comenzaron a pedir a gritos una ikurriña para encabezar la marcha. En mi casa había una. La compraron mis hermanos mayores en un comercio del Casco Viejo. Yo tenía entonces once años. Fui al armario donde la guardaban, la cogí y la tiré por la ventana. Un acto espontáneo que al momento fue censurado a gritos por mis hermanos. Gritos que me dejaban claro lo que les había costado aquella bandera y el dinero que les debía.

En 1989 hice la mili en el cuartel de Soietxe, en Vizcaya. Como era de los altos y anchos me comí un montón de desfiles en la escuadra de gastadores del regimiento. En uno de ellos, durante una jornada de puertas abiertas para escolares, el capitán me enmarronó porque, según él, no había portado la bandera con la actitud marcial suficiente. Al día siguiente, el periódico El Correo publicó un reportaje sobre las jornadas de puertas abiertas. En una de las fotografías aparecía yo, tieso como un mástil y sujetando la bandera. Se la presenté al capitán, a quien yo tenía más miedo que un nublao, por si cabía un levantamiento de la sanción. El muy capullo me felicitó, pero no se ablandó ni un poquito. Cuando al cabo de unos días logré salir del cuartel, me largué de cabeza a la playa. Era domingo. Al llegar al chamizo donde nos reuníamos vi que alguien había pegado en la pared fotocopias ampliadas de la fotografía del desfile. Las arranqué con rabia, entre las risas de los amigos, y pregunté de quién había sido la idea. Las risas subieron en intensidad y alguien dijo algo sobre mi sentido del humor. Acabé largándome de allí y busqué un acantilado donde estar a solas, sin otra franja que la del horizonte y sin otra cruz que la que a mí se me pusiera en las bolas enarbolar.

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